La primera reunión de oración en la historia de la iglesia, la que convocó Jesús con sus discípulos, terminó con todos dormidos y solo Jesús orando. Sin embargo, hoy vivimos en un tiempo en que la oración, o al menos la convocatoria a orar, es moneda corriente. Son varios los llamados
anuales a 40 días de ayuno y oración. Casi no hay ministerio ni actividad que no los ponga en su agenda. Convocan a orar las alianzas nacionales de iglesias, las denominaciones, las congregaciones locales, los ministerios o las células o grupos pequeños. También se ha multiplicado la creatividad en las maneras de orar: vigilias de oración, caminatas de oración, maratones de oración, marchas de oración, oraciones en las montañas, en las calles, en las escuelas, en el Congreso. Al final de la Biblia, en el Apocalipsis, vemos que ninguna oración es dejada de tener en cuenta. Allí están los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos teniendo en sus manos “copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios” (Apocalipsis 5:8). Por supuesto que reconocemos que hoy, al igual que ayer, la oración “NO” es algo que nos fluye naturalmente. En medio de tanta creatividad en las convocatorias a la oración y en las maneras de orar, debemos volver una y otra vez a lo que es la esencia de la oración, su razón de ser y su necesidad.
Nuestra oración no es un mero acto de contrición espiritual, mucho menos de meditación trascendental. La oración tiene un destinatario: DIOS.
En la Biblia encontramos diversos tipos de oración: solicitando a Dios su bendición, pidiendo por salud o sabiduría, intercediendo ante Dios por los enemigos humanos o espirituales, buscando guía y dirección, clamando por necesidades propias o ajenas.
Hay oraciones rituales y otras espontáneas; las hay fervorosas y apacibles. En todas Dios es el que las recibe. A Él le hablamos, alabamos, rogamos, suplicamos y pedimos. Es, como nos enseñó Jesús, “el Padre nuestro que está en los cielos”. No indica esto un lugar geográfico distante, sino una manera de hacernos conscientes de que a pesar de su cercanía sigue siendo el “totalmente otro”, el hacedor de todas las cosas, el que está por encima de todo.
También en la Biblia encontramos las otras oraciones, las que se dirigen a los ídolos, las que nunca tendrán respuesta porque estos ídolos tienen orejas pero no oyen, tienen boca pero no hablan.
En el contraste entre Dios que escucha y habla y los ídolos sordos y mudos discernimos que lo importante no es meramente orar sino a quién se ora. No es este un tema menor en nuestro tiempo. Hoy vivimos inmersos en un mar de espiritualidad en el que la gente intenta saciar su sed espiritual creando ídolos, multiplicando santuarios o buscando en su desierto interior el agua para calmar su sed.
Lo importante no es orar, sino a quién se ora.
La pregunta que nos asalta inmediatamente ante esa afirmación es: ¿Por qué orar? ¿Qué sentido tiene hablar con alguien que ya sabe lo que le vamos a decir, que conoce de antemano nuestras necesidades y que sabe cuál será el final de lo que pedimos?
La oración nos pone en la justa perspectiva. Nos baja de nuestro sentido de omnipotencia y afirma nuestra total dependencia de Dios. Con la oración no le recordamos a Dios lo que debe hacer, sino que nos recordamos a nosotros mismos que sin Él nada podemos. Recordamos que, al fin y al cabo, toda gracia proviene de su trono. Le decimos “tuyo es el poder y la gloria”.
Cuando Jesús enseñó sobre la oración intentó poner esto con toda claridad: “su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan” (Mateo 6:8). Por eso lo que vale es la actitud, para que no seamos “como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras” (Mateo 6:7). Es al menos inquietante observar cómo algunos hacen alarde del tiempo que oran, de la extensión de sus ayunos o de los lugares donde oran. Son como los que Jesús mencionó que “oran en las plazas para que la gente los vea” (Mateo 6:5).
Para que entendamos bien lo que hasta ahora hemos leído: EN LA ORACIÓN LA ACTITUD ES LO QUE VALE.
LA ORACIÓN ES EL GRAN ACTO DE COMUNICACIÓN CON DIOS. Es bueno recordar que, en la oración, Dios no solo nos escucha sino que también quiere hablarnos. Uno de los temas ausentes cuando pensamos en la oración es el silencio. ¡Qué bueno sería acostumbrarnos a escuchar!
Si nosotros oramos y nuestras palabras fluyeran como un mínimo goteo, daríamos lugar a poder pensar en cada palabra, o frase que decimos. Muchas personas parecen una ametralladora de palabras cuando oran. Si tomamos con calma esto de HABLAR CON DIOS, nos tenemos que dar cuenta que para que haya una charla se necesitan al menos 2 personas. Una plantea cosas y la otra escucha. Pero con Dios es distinto. Él también quiere hablarnos, pero la mayoría de las veces no nos damos cuenta. Y tal vez ese segundo que no tuviste para escuchar es el segundo en el que DIOS te estaba respondiendo a tus inquietudes. Yo no puedo evitar preguntarte: Vos le hablaste a Dios. Y Él te respondió algo? La mayor parte de las veces es porque no lo dejamos.
Mi hermano, donde te va a responder Dios? Y a qué hora lo hará? La respuesta es más que Obvia: no es el lugar, ni la hora lo importante en la oración. Lo que importa es “orar sin cesar” (1° Tesalonicenses 5:17).
En la oración tomamos conciencia de nuestra precariedad y absoluta dependencia de Dios.
No somos super héroes de la Fe, sino personas en las que nuestra fortaleza no está en nosotros sino en Dios, a quien oramos. Cuando en la oración modelo que Jesús nos enseñó nos dice que pidamos “no nos dejes caer en la tentación” (Mateo 6:13) es para que recordemos que ni siquiera tenemos las fuerzas para superar la tentación. De igual manera, cuando nos instruye a pedir por nuestro sustento habla del “pan de cada día”, no del pan para todos los días ni mucho menos para toda la vida. ¿Significa que vivimos desamparados en un mar de incertidumbres? No. Estamos en Sus manos y nunca nos abandonará. Pero cada día debemos reconocer que vivimos por su Gracia. La oración nos saca de actitudes triunfalistas. También acrecienta en nuestro ser la certeza de lo que Dios es capaz de hacer. Nos movemos de las imposibilidades humanas a las posibilidades divinas.
Por esto, la oración NO debe ser el último recurso que usamos cuando todo parece perdido, sino el primero que nos asegura que no hay nada imposible para Dios.